La palabra “guerra” se ha vuelto más familiar, más trivial, y también más grave en los últimos tiempos. No se mencione el contexto internacional, que ya qué decir. Ni siquiera el latinoamericano, donde casi de la nada se han dibujado escenarios probables de guerras internacionales y de secesión que hace poco quién hubiera dicho. No. Baste con mencionar lo que acontece en México.
¿Qué guerras tenemos? Oficialmente dos, sangrientas y visibles. La que muy publicitadamente declaró el gobierno al narcotráfico (¿o fue al revés?). Y la que libran entre sí bandas y cárteles; ésta deriva en otras, dependiendo de las complicidades con diversos sectores del bando oficial. Una colección de guerritas alimentadas por una corrupción bicéfala: la del crimen organizado, y la del atomizado poder gubernamental (a río revuelto, ganancia de inversionistas y gobernadores).
En México se practica una persecución tan virulenta contra los inmigrantes centroamericanos (cuyo destino principal no es nuestro país), y ya institucionalizada y bendecida por la panista Cecilia Romero, que además de vergüenza nacional es una suerte de guerra. De la más abusiva clase: contra personas pobres, aisladas e indefensas.
Pero guerra, lo que se dice guerra, es la que libra el gobierno federal contra los pueblos indígenas. Nahuas de Zongolica y la Huasteca.
Pueblos zapotecos de la sierra y de la Mixteca oaxaqueña. Mepha’a, mixtecos, nahuas y amuzgos de Guerrero. Un puñado de guerras no declaradas y hasta vergonzantes, pero que cuestan vidas, desalojos, violaciones, cárcel, heridos graves.
De unos años acá existe una efervecencia guerrillera o insurrecional de contornos difusos, quintaescenciada en las acciones y declaraciones del Ejército Popular Revolucionario, con el cual el gobierno ensaya una limitada “negociación”, al calor de los atentados del epr contra instalaciones petroleras y la desaparición violenta de dos miembros suyos, de la cual las autoridades federales insisten en deslindarse. Por ése, y otros casos, tal guerra tiene desaparecidos. Que lo señalara Amnistía Internacional a fines de mayo desató una soberana pataleta de Juan Camilio Mouriño, secretario de Gobernación, y sus columnistas de cabecera.
Todo esto ha provocado una degradación, a niveles históricos, de los derechos humanos en México. Otra cosa es que haya, como nunca, vigilancia y solidaridad nacional e internacional.
Pero la única guerra declarada formalmente, con dos fuerzas confrontadas en un territorio definido, es la que no ha dejado de transcurrir en Chiapas todos los días desde 1994. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional mantiene una actitud pacífica, no beligerante, desde el 12 de enero de aquel año, amparado en una ley para la paz y la concordia del Congreso de la Unión. No obstante, esa guerra no ha cesado pues cuatro sucesivos gobiernos federales y los altos mandos de las Fuerzas Armadas no dejan de escalarla y administrarla a distintas intensidades contra las comunidades zapatistas en más de 40 municipios autónomos.
Contrainsurgencia económica, educativa, agraria, y con frecuencia armada. Vasta militarización de las montañas y la selva. Un dispositivo bélico letal e intacto, a pesar de la expresa voluntad de paz de los pueblos en resistencia y de su ejército indígena.
Desde fines de mayo de 2008 dicho dispositivo, en aparente letargo, se puso en marcha sin otro motivo que la provocación, escudado en pretextos como la búsqueda de mariguana, maderas preciosas o videos piratas. Y como siempre sucede, las comunidades (hombres, mujeres, niños y ancianos) salen al paso de las tropas que intentan ocupar sus campos y poblados, y las obligan a retroceder.
Por si no lo sabían el Ejército federal, las policías y los desdeñosos medios de distracción masiva, la determinación de los pueblos en resistencia permanece también intacta, y ha conquistado una legitimidad innegable, no sólo en sus demandas, sino en sus acciones de gobierno (pues construyeron gobiernos autónomos) y sus iniciativas políticas pacíficas.
Mas el gobierno busca la guerra. Se saca de la manga provocaciones y difamaciones. ¿Por qué desestabilizar las difíciles zonas indígenas de Chiapas, donde las juntas de buen gobierno y las políticas firmes pero conciliadoras de los zapatistas garantizan una gobernabilidad regional que ya quisieran en la República del licenciado Calderón Hinojosa?
Ha de ser por eso.
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